viernes, 15 de julio de 2011

El edificio gris



En Almería hay un nuevo edificio. Está a punto de terminarse o está ya terminado, qué más da. Por fin todo el mundo podrá odiarlo, criticarlo, poner a parir a los arquitectos. Pero se va a quedar ahí para siempre o por lo menos para una cantidad de tiempo suficiente para que nos mire como ya lo está haciendo, ufano. Está diciendo: miradme, vosotros atravesaréis cientos de veces al día, miles de veces, cientos de miles, el túnel que atraviesa la barriga de la calle que tengo a mi lado. Iréis a vuestros trabajos o volveréis de ellos o iréis a una fiesta, o a un banco, o a llevar los niños al colegio. Tendréis que pagar la hipoteca todos los meses. Estaréis escuchando la voz de un locutor de radio que os dará a elegir, noticias malas o peores. Pero yo resistiré aquí a todas las malas noticias. Los seísmos económicos que hacen ponerse nerviosos a quién sabe qué inversores me darán risa, pero si ya me estoy partiendo de risa, o acaso no lo veis. Sí, sí, en las cafeterías diréis, vaya mierda de edificio pero al final yo saldré ganando. Aquí trabajarán policías locales o vete a saber quién o igual ni me encienden la luz pero estaré perfilando el cielo de vuestra ciudad más años de los que cumpliréis la mayoría de vosotros. Me da igual que haya dinero para pagar o no lo que he costado, o si la cinta de inauguración la han comprado en el chino de más arriba. Me va a importar un carajo si el alcalde del año dosmilnosecuantos me vaya a dedicar a lo mismo o vaya a estar inactivo mientras se discuta si debo ser utilizado o es preferible discutirlo eternamente porque yo ya soy eterno. Antes era una fea e inservible estructura de hormigón semiabandonada que todos miraban con lástima, pero ahora yo soy el que manda aquí, en este espacio de cielo. Bajo un cielo azul, radiante, luminoso, resplandeceré gris. Otros edificios, ocultos en el bosque urbano, serán bellos pero anónimos, ocultos, camuflados, invisibles y por tanto imposibles de odiar, pero este no es mi caso. Un disco, una película, un libro, son tontos objetos efímeros. Salen en los periódicos, se escuchan en la radio, se ven en los cines, luego se entierran en el cementerio del olvido para siempre o llenan el espacio de estanterías vanas. O permanecen pero, al final, serán códigos binarios sin sentido, que sólo sabrán descifrar máquinas con fecha de caducidad. O algo peor, objetos de papel. Objetos fácilmente ignorables, pero yo no porque soy piedra y materia. Soy un monumento a la monumentalidad, sin vuelta atrás.

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