Ayer estuve en un concierto, de blues, decían. En los conciertos, dicen, lo suyo es estar delante del escenario, escuchando, saltando, bailando y apreciando los acordes y eso. Yo prefiero detrás, sin escuchar nada, charlando con el músico que me acaban de presentar, al que vi en un bar tocando solo hace quince años. Y cruzarme con otro, y hablar, sí, os vi en concierto-acampada,
en algún sitio de la provincia de Córdoba en...¿1993?, tocando después de aquellos, sí, ¿quién eran? Tabletom, iban delante de vosotros. Ah, ya. En la magia del backstage donde los vestuarios, que otros llaman camerinos, y los servicios son de pocas estrellas, casi ninguna. Que no tienen champagne caro, ni barato, ni flores, ni agua de una determinada marca, vaya, botellitas de agua y cocacolas. Aquí no hay divismos ni divos y el glamour del rock and roll, que aquí llamaban blues es verlos subir al escenario, subir ellos mismos los instrumentos y equipos y tocar como nadie. Sin roadies, sin groupies, ni sexo, ni drogas. Sólo rock and roll.
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